30 de agosto del 2010 - Por Miriam Díaz
Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas, como os he dicho. Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Juan 10:26-28
Un día sentí el suave tocar de el Espíritu de Dios que me impresionó en mi corazón, "no te pongas pantalones". Respondí: ¡Queeeeee! ¿Estás seguro?
Continué mi conversación con el Espíritu Santo esa mañana: "Pero, Joyce Meyer se pone pantalones y tú la usas Jehová. ¿Es que acaso tú todavía tienes que bregar con ella? ¿Y qué tal de la esposa de el pastor y la predicadora que tu tanto usas al frente?"
Fue una primavera larga, no había explicación alguna que le pudiese dar a mi esposo, a mis hermanas, ni aún a mis hermanas de la iglesia. Solo que "Dios me quito los pantalones". Tampoco podía explicarle a muchos. Habían ocasiones en que solo decía con una sonrisa: "Me he determinado a ponerme faldas", esto era más aceptado y entendido que la anterior. No mentía, era cierto.
A medida que caminaba en fe, notaba como mis faldas y mis nylons y mis zapatitos hacían de mí una mujer delicada y tierna. Hacía que la gente se detuvieran a cederme el paso, a sacarme la silla, a tratarme delicadamente. Mi interior comenzó a cambiar con mi exterior. Me agradaba el trato de mujer, ese trato especial que una mujer radia, delicado, único para ella. Donde ella no es una "puede-lo-todo", sino una mujer dispuesta a ser delicada y lista para anticipar y aceptar la oferta dulce y amable de los hombres sanos que también dentro de su corazón anhelan ser hospitalarios, necesitados por una mujer sana también.
Conocí a hombres que nunca supe que estaban ahí, y conocí a una mujer que nunca supe que estaba ahí, yo. Una mujer en cuyo corazón yace innatamente la delicadeza y el deseo de ser delicada y mimada. Me di cuenta que lo que de Dios era innato en mi había sido ahogado por la gran liberación femenina que continúa creciendo hoy día y cuyo propósito es establecer cero diferencias entre el hombre y la mujer. Como que ese deseo escondido, impregnado en mi por la sociedad de ser "suprema", igual o mejor que, con los mismos derechos de un hombre comenzó a significar un cero en mi vida.
Todo lo que comenzó a pasar a mí alrededor comenzó a complementar mi ser femenino. ¡Maravilloso! Al pedir ayuda veía que le daba a mis hijos varones y aun a mi esposo un sentir de valor de ser necesitado. Y de ahí nacía también nueva apreciación en mi corazón hacia el ser masculino en mi hogar y fuera de mi hogar. Comencé a mirar a los hombres como seres fuertes, capaces de el rescate y comenzó a morir ese “puede-lo-todo” en mí. Con este entierro también se enterraron unos resentimientos fantasmas que existían en mí, mas no los veía. Vivía la vida bien, feliz, mas mi Dios Todopoderoso que conoce el corazón de cada mujer y de la mujer a quien El formó, como EL la formó y en el orden que El la formó, sabía que a mí me faltaba algo.
Lo innato en mi no es el deseo de ser una mujer que levanta su pie hasta donde le alcanza por que tiene "pantalones". Mi interior llamaba a gritos esa actitud innata de ser mujer "sin pantalones" y mi actitud se rebelaba contra el hombre porque me trataba como mujer "con pantalones". Quería el trato delicado, no sabía que pasaba en mi interior, y es que la mujer delicada y tierna había sido ahogada y no se veía.
Esta historia no tardó en recordarme a Eva en el huerto y la oferta de "más". La historia se había repetido una vez más y yo era la protagonista principal. Ahora me pongo pantalones, más en mi interior hay un traje.
Cuando lo que Dios te pide no tiene sentido, hazlo confiadamente. Amén.